domingo, 29 de marzo de 2009

DESDE LA TERRAZA




El calor era abrasador, lo notaba sobre todo en sus rodillas encendidas y vibrantes. Por alguna misteriosa razón, Paula, tenía una especial sensibilidad en ellas. Recordó entonces como en el colegio, al inicio de la pubertad, el ligero escalofrío que sintió recorrer por su, ya entonces, rotundo cuerpo. Fue justo en el momento en que la enfermera le limpiaba suavemente con el algodón impregnado de agua oxigenada, y soplaba levemente sobre la herida de su rodilla. Al principio aquella situación le hizo ruborizarse, pero el tiempo, y la sensación tan placentera, le hizo abandonarse al mundo de los sentidos. Recordó lo mucho que empezó a caerse desde aquel momento…

Paula sonrió al pensar en aquellas pequeñas anécdotas de su adolescencia, sus sensaciones, los impulsos desbocados y desconcertantes. Esas primeras experiencias se mezclaban en el laberinto de la sensualidad, sentidos y sentimientos, algo completamente nuevo para ella.

Empezaba a notar el calor por todo su cuerpo, debía ser cerca del mediodía, ya casi era la hora. Paula se incorporó un poco en la hamaca, justo para quedar medio recostada y tener una visión perfecta del edificio de enfrente. Durante unos minutos acomodo su cuerpo en un ritual que le producía cierta excitación, sin duda por saberse observada. Con un spray de after sun calmante roció generosamente su cuerpo, después, con absoluta calma y suavidad, acarició sobre su piel el producto para que quedase bien repartido.
Primero, doblando sutilmente las piernas, masajeó sus pies para ir subiendo por sus gemelos, se recreó ávidamente en sus rodillas, mordiéndose un poco la punta de la lengua para no dejar escapar un suspiro de placer. Al llegar a sus caderas se ladeo ligeramente, a uno y otro lado, para repartir por sus redondos y amelocotonados glúteos parte de la crema, volviendo a colocar después bien su minúscula braguita. Su vientre temblaba ligeramente, tenía una graciosa forma de corazón que lo hacía de lo más sensual y atrayente. En su ombligo se agolpaban pequeñas gotas de sudor que se deslizaban sinuosas desde el canal que se habría entre sus arrogantes pechos. Cuando dejó de masajear sus senos, y saco las manos de debajo de su bikini, los pezones marcaban perfectamente las florecitas del sujetador. Para finalizar se recreó en sus contorneados hombros, jugando alrededor de su cuello como una niña, acarició sus brazos y masajeó, uno a uno sus dedos. No había un solo centímetro de su piel que no estuviera bien protegido.

Oyó las campanadas, eran las doce. Alargó la mano hasta la mesita que tenía cerca y cogió la gorra. Se la puso bien encajada en la cabeza, de forma que la visera le evitase el resol que había, se quitó las gafas y al dejarlas sobre la mesa cogió el botellín de agua. Tenía mucha sed, y ardía por dentro, así que bebió ávidamente mientras notaba como el agua caía y se desbordaba por las comisuras de sus labios, refrescando débilmente su pecho. Mientras cerraba la botella fue humedeciendo con la lengua sus labios, lentamente, para que quedasen hidratados ante el momento que iban a presenciar.

Con la última campanada vio como las láminas de bambú del amplio ventanal del 6º C se abrían por fin.
Puntual, como todos los jueves, Paul, así había decidido llamarle ella, entraba sudoroso en su apartamento. Volvía de su clase de Aero-Box, completamente empapado y sin un ápice de recato. Nada más entrar, y después de abrir las persianas que daban entrada a todo el apartamento, se quitaba camiseta y zapatillas, y de esa manera se dirigía a la cocina, allí, meticulosamente, se preparaba un concentrado de proteína, vitaminas y varios reconstituyentes. Durante ese proceso, Paula, podía recrearse con su espalda. Realmente toda ella era perfecta, desde su cuello ancho, pétreo, pero distinguido, como de sus hombros, que marcaban fibrosamente cada pequeño musculo sin exageración posible. Después bajaba admirando la precisión casi Davidiana de sus dorsales, como subrayaban perfectamente su columna, para terminar en la frontera de esos esculpidos lumbares que eran la presentación de su duro glúteo. Porque lo que tenia realmente como una piedra era su culo. A ella le encantaba cuando él, en un acto totalmente “inocente”, se recostaba sobre la repisa a ojear el periódico y dejaba completamente exhibida esa parte, además, solía llevar un pantalón de deporte que dejaba poco a la imaginación, y Paula tenía mucha.
Después de eso se daba una ducha rápida, y fresco, mojado y completamente desnudo, se recostaba en el sofá, sobre el que había extendido una amplia toalla de color vainilla. Aquello contrastaba con el moreno dorado de su piel, Paola estaba convencida de que era brasileño, al menos eso también es lo que ella había decidido. Una vez tirado sobre la toalla se dedicaba a repasar las llamadas de su móvil, y a devolver algunas. Durante ese tiempo, Paula, saboreaba cada movimiento de él como si fuesen los suyos. Observaba como las gotas de agua resbalaban por su torso bien definido y depilado a la perfección, veía como sus oblicuos remarcaban con total precisión su erecto pene, parecía increíble que después de aquella ducha su miembro estuviera tan firme y dispuesto. Aquello también había convencido a Paula de que él era un gigoló.
Comenzaba a sentir una cierta agitación, su respiración se aceleraba débilmente, quizás por el calor que ya casi asfixiaba como por la excitación que sentía ante aquella escena. Solo la voz de Carol le hizo volver a la realidad.
--Paula, ya son las doce y media --la ayudante se acercó decidida cruzando toda la terraza--, ¿Te parece que vayamos dentro?
--¡Ah!, si querida, vayamos dentro. --Paula volvió a colocarse las gafas.
Carol acerco la silla de ruedas y, con un movimiento enérgico y delicado, cogió a Paula y la puso sobre ella.
--¿Qué tal esta mañana, interesante? –La joven pregunto mientras giraba la silla hacia la entrada de la casa--. ¿Quién tocaba hoy?, ¿4ºB, 5ºC o alguno nuevo?
--Paul, el del 6º C, ese chico me pone…
Carol comenzó a dirigirse hacia la entrada de la casa, justo antes de entrar se volvió y miró hacia el edificio de enfrente, su gran pared decorada únicamente con un enorme cartel publicitario le hizo sonreír. Llevaba con Paula desde que ésta había tenido el accidente y había perdido movilidad y visión, aunque estaba claro que ella tenía una visión propia del mundo.
--Tengo las rodillas ardiendo, cielo, ¿me darás crema en ellas?, ¿sí? –la voz de Paula sonaba melosa mientras alarga su mano hacia atrás en busca de la muchacha--. Ya sabes que sin tí no puedo hacer nada.
--Claro, Paula, no te preocupes…--La joven siguió sonriendo con risueña picardía.




Marzo 2008

INTIMIDAD

Aún recuerdo la primera vez, el tacto de sus dedos sobre mi piel, la suave caricia de sus manos recorriéndome, queriendo deleitarse en cada centímetro de ella antes de empezar. Su cara reflejaba una felicidad inocente e ingenua, su curiosidad hacia que mordiese débilmente su labio inferior como queriendo recrearse en ese momento, también para ella era su primera vez. Yo ansiaba el momento pero sabía que ella necesitaba tiempo, que, como mas tarde descubriría, necesitaba seguir un protocolo, tal vez un juego iniciático.
Recorrió una vez mas todo mi contorno, me miro de nuevo, esta vez su mirada reflejaba una clara determinación; ya no quería esperar mas, me acomodo suavemente sobre su cama, de un cajón de la mesilla cogió algo que no llegue a ver en aquel momento, y se recostó a mi lado. Posó su delicada mano sobre mí, y por fin, abrió la cubierta de piel de su primer diario, sobre aquella inmaculada hoja grabo con su rotulador rosa brillante su nombre, Angélica. Una gran sonrisa ilumino su cara. En aquel instante comenzaba la más íntima y fiel amistad entre nosotros, algo que duraría toda una vida. Claro que habría momentos para todo, felicidad, complicidad, retos, el amor, el desengaño, tristeza, desolación, hasta el olvido, pero siempre el reencuentro.

Yo fui el primero, y quiero pensar que el mas importante, su padre me entrego a ella como regalo en su decimocuarto cumpleaños, era una linda jovencita de larga melena melada, fina nariz y dedos alargados, que comenzaba a descubrir el mundo, sus sensaciones, los anhelos y los peligros, toda esa vorágine que envuelve al aprendiz de persona, que le desorienta, le anima, le hunde y eleva al cielo en una espiral de emociones y golpes.
Recuerdo sus primeras confesiones, ingenuas y transparentes, todo versaba alrededor de su pequeño mundo; su familia, con la pequeña Clara recién llegada, sus amigas, el colegio, su afición al patinaje, que tantas ilusiones y sacrificios traería, sus primeras inquietudes… en fin, pequeños-grandes secretos, todo era cuestión de tiempo. Y el tiempo pasó, bastaron apenas unos meses para que su mundo, nuestro mundo, diera el primer vuelco. El amor entró con toda su fuerza y con él un torrente de nuevas sensaciones desconocidas que ansiaba descubrir entre curiosidad y temor.
Aquella noche, mientras escribía sobre mí, notaba su excitación impresa en mi papel, aquel muchacho le había mirado como nunca nadie lo había hecho, aunque desconocía el porque de tal turbación, su corazón se había acelerado, sus mejillas sonrojado, y sus amigas riéndose con ella sin saber de qué ¡y se sentía feliz!, ¿Qué raro? normalmente le fastidiaba que los chicos la molestasen…inocente despertar.

Noche tras noche fuí fiel depositario de sus más íntimas vivencias, de deseos que solo a mí confesaba. Aquel primer roce de sus manos en la pizarra, la premeditada confusión en las bebidas del burger, el paseo en silencio hasta la esquina de casa.
Ya en verano su primer beso, limpio y fugaz, detrás de la fuente del parque, el sonido del agua al caer hacía que todo alrededor se detuviese en ese justo instante. Aquel verano fue el más calido, y el más corto.
Noté el agua, pero no, eran sus lágrimas. Llegó el otoño, ya nada era igual, la distancia, otra ciudad y su corazón descubrió el primer dolor, ese que hace a los humanos tan frágiles, tan indefensos a todo, el desamor.
La tristeza se adueñó de nosotros, vió pasar los días, las semanas, grises, con niebla en el alma, hubiera querido acariciar su cara con mis hojas pero era fiel amigo en silencio.

Todo, poco a poco, retomó de nuevo su curso.
La victoria; esa alegría pletórica cargada de euforia y desbordantes risotadas. Nuestro primer triunfo, y digo nuestro porque yo compartí como nadie toda su lucha, sus agotadoras horas de entrenamiento, sus privaciones, sus fantasiosos sueños de gloria y superación. ¡Que dulce fue aquella primera medalla! vi como sentía el universo girar a su alrededor, nuevos retos, grandes promesas y un largo camino por recorrer.
Pero también conocimos el dolor, la frustración, el frio muro que corta el paso a las aspiraciones. Aquella lesión se llevo su mundo, y parte del mío.
Yo también sentí ese dolor, no solo el suyo. En su penar, dentro de su desesperación arrancó aquellas páginas en las que guardábamos los planes a seguir, las ilusiones truncadas, las pruebas de lo que ya no sería…
Por primera vez aquel dolor era el mío, me sentía mutilado, desconcertado ante aquel tormento injustificado ¿Por qué me dañaba quien tenia mi devoción depositada? Durante semanas no quiso saber de mí, y yo, tal vez no quería que volviese a tocarme.

Volvió, y yo no supe negarme, quizás por su mirada, mas profunda, menos niña, o tal vez sus dedos que de nuevo me acariciaban…

De nuevo el tiempo fue pasando entre los dos, y con él llegaba mi fin, las páginas repletas de ella se agolpaban unidas a otras añadidas. Engorde, ya casi no podía cerrar mis tapas, así llegaron los demás, también queridos, pero siempre después de mí.

Yo seré siempre el primero, aquel que compartió su despertar, el primer beso, la perdida de la inocencia, la voluntad férrea, la humanidad de su alma…sus primeros pasos en la vida. Y, cuando quiera volver la vista atrás, siempre volverá a mí.




Noviembre 2007

martes, 17 de febrero de 2009

LUNAS DE SATURNO




Cuando la vio por primera vez sintió como un cortocircuito le recorría por entero. Aquella era una sensación nueva para él, la reconoció por haberla apreciado en otros, recordaba cada palabra transmitida por aquellos hombres en la soledad compartida, incluso tenía información suficiente sobre ella; nunca imaginó sentir algo así, es más, nunca imaginó sentir.

Procesó lentamente sus recuerdos, le pareció algo inverosímil…recuerdos.

Su primera visión de ella había sido entrando en el hangar, manipulando hábilmente una pesada carga, le sorprendió, sabia que pertenecía a la unidad encargada del suministro y abastecimiento de las naves, pero los de su categoría hacía tiempo que habían sido apartados de esos trabajos.
Él era supervisor del área 3B, responsable del mantenimiento de dichos aparatos, y la última unidad enviada allí. Además, ostentaba un rango superior.
Aún podía ver el reflejo de las estrellas en ella, de miles de nebulosas centelleantes estallando en torno a sí, y como, cuando se giro hacia él, su intensa mirada azul le atravesó produciéndole un autentico recalentón. Tuvo que estar varias horas fuera del hangar para bajar su temperatura o hubiese sufrido un colapso.

Días después, ella, le sorprendió observándole. Tenía una eficacia extrema en todo lo que hacía, sus brazos se movían ágilmente entre cajas y herramientas, y sus pinzas eran de tal precisión que hasta las más mínimas piezas eran manejadas con increíble soltura. Su fisonomía era conforme a los primeros androides que se crearon; un autómata humanoide de base biónica, pero sus acabados reflejaban una exquisita dedicación en su cuidado y reparación, seguramente su mecánico-base era de la antigua escuela.
Se desplazaba tan suavemente que parecía que flotaba sobre un campo magnético. Su estructura era una delicada mezcla de diversas aleaciones, fruto de los primeros experimentos con metales de otros planetas; y aquellos refinados toques de cerámica plutoniana, sí, eso le confería un aire casi imperial, clásico de los primeros modelos.
Le gustaba mirarla, sobre todo cuando hacía los trabajos de descarga de las naves. Aquel era justo el momento en que, encontrándose en el exterior, quedaba realzada sobre las estrellas…Saturno parecía girar solo por y para ella.

Durante las semanas que pasó en la base estuvo muy pendiente de ella, se escudaba en su rango y en una, en aquel momento, obsesiva dedicación a su cometido.
Cibor-Nex 34 había sido creado bajo unas claras premisas; facilitar el trabajo técnico y mecánico en las bases exteriores, y tener la facultad de poder interactuar con los humanos.
Los Cibor-Nex era la última generación de ciborgs con los avances más sobresalientes, tanto en biotecnología como en cibernética. Su estructura era casi inalterable, no solo por el tiempo, sino ante posibles accidentes. Tenían la capacidad de reestructurar sus formas molecularmente sin ninguna ayuda externa. Su aspecto era ya tan humano que se relacionaban de forma fluida con ellos, eso les daba la oportunidad de captar matices y sentimientos que habían sido insertados, básica y deliberadamente, en su sistema. La intención era que desarrollasen individualmente, y de forma espontanea, una personalidad, produciendo así ciertas reacciones “naturales” diferentes en cada uno de ellos. De alguna manera, su humanidad.

A Cibor-Nex 34 le gustaba pasar horas inspeccionando las naves, había creado un vínculo directo con cada una de ellas y sus tripulantes, alguno de aquellos hombres llegaban a olvidar que, él, era un ciborg. Solían contarle sus más íntimos anhelos, sus frustraciones y esperanzas, él escuchaba, pero ahora sentía lo que otras veces había visto reflejado en el interior de aquellos hombres.

Cuando Bión-100, ese era el código que a ella se le había asignado, caminaba junto a él, parecía ralentizar su paso; sus movimientos se hacían más lentos y suaves, como si el tiempo se hubiese detenido para el deleite del universo.
Él la contemplaba con el mismo éxtasis que había sentido la primera vez que llegó a las puertas de Orión. Le invadía una sensación completamente nueva, el placer que solo los sentimientos inexplicables podían producir.
Bión-100 parecía sentir lo mismo, prácticamente había reducido su trabajo al entorno en el que Cibor-Nex 34 se movía, y aunque no intercambiasen palabras, pues no era una función que ella tuviese programada, sí intercambiaban datos con sus lectores de láser. Las horas parecían ser pequeños saltos en el espacio, momentos que ya nada borraría en toda la eternidad.

Aquel día, tras semanas de expectantes descubrimientos, el cargamento recién llegado tenía que ser descargado con cierta rapidez, la nave de suministro debía salir con premura hacia la siguiente base que se encontraba en estado de emergencia.
El hangar era un torbellino de personal afanándose por minimizar el tiempo de evacuación, Bión-100 se encontraba en el exterior apilando contenedores estancos con la ayuda de un titán, las prisas, una suspensión mal calculada, la fatalidad…
Todo transcurrió en unos segundos.
Cuando Cibor-Nex 34 llegó hasta ella solo pudo ver su mirada buscándole bajo aquellos hierros retorcidos, la grúa había aplastado casi la totalidad del cuerpo, solo su cabeza, y uno de sus brazos, luchaba por liberarse.
Él, desconcertado ante algo que no sabía explicar, se arrodilló a su lado, sintiendo que su sistema energético perdía intensidad, incapaz de procesar aquello. Comprendió que solo podía hacer una cosa: tomó su pinza suavemente entre sus manos, fundieron sus miradas más allá de sus procesadores, intercambiando por vez primera un sentimiento, al menos, es lo que él determinó tiempo después.
Allí, bajo aquellas estrellas que un día la trajeron a él, cambiando definitivamente su concepto del universo; la desconectó.
Su mirada azul fue desvaneciéndose en la inmensidad, en el último segundo, antes de apagarse, un hilo de intensidad cruzó entre ellos; era la imagen que ella veía en su final, Saturno…sus lunas…el infinito…

Ya habían pasado más de veinte años, o tal vez un siglo, a Cibor-Nex 34 el tiempo siempre le parecía el mismo.
Ahora, sentado sobre las dunas de aquel recóndito planeta, atrapado, viendo cómo aquella llameante estrella se aproximaba hacia ellos, pensó en Bión-100, y supo que las lunas de Saturno nunca fueron más bellas que cuando las vio reflejadas en su mirada.


Diciembre 2008

LA MIRADA DE LO QUE FUE

Pestañeó, un segundo.
La puerta se abrió, y una joven pareja entró en el local. La voz de Amy envolvía el ambiente con su natural desdén, y el comienzo del otoño se hacía más patente detrás del ventanal.
Laura, tras el mostrador, recogía ensimismada la vajilla amontonada en la bandeja, sus manos, finas y blancas, guardaban vasos y copas en los diferentes estantes de la pared. Mario, un habitual del local, apuraba su copa nocturna como cada noche mientras ojeaba los mensajes de su móvil.
La camarera se volvió y miró hacia los jóvenes, que se habían sentado en la mesa que presidia el amplio ventanal. El chico, después de unos instantes, se acercó hasta la barra.
--Un bourbon y un capuchino –se sentó en un taburete y miró a su alrededor, recorriendo con la mirada cada rincón del local.
Laura, junto a la cafetera, le sonrió.
--¡Ummm…! un capuchino, ahora ya es oficial, el otoño ha llegado –declaró feliz Laura.
Mientras dejaba salir el café, la camarera preparó delante de él su bourbon.
--Un hielo, en vaso bajo –el muchacho le miró a los ojos al hablarle-- ¿llevas tiempo aquí?
--Unas semanas –el tono de ella dejó claro que no deseaba conversar.
Se volvió a coger el café, su piel se erizó por completo al acercarse a la máquina, en aquel momento la voz de Mario le sobresaltó.
--Ponme la última, nena --el hombre blandía la copa vacía en alto--, hoy debo recogerme pronto, mañana me mandan fuera.
Laura volvió a sonreír y fue a por la botella preferida de Mario.
La camarera preparó su combinado con toda dedicación; un gin-tonic, corto de ginebra, perfumado el vaso con un gajo de limón, un chorrito del mismo en la bebida, y un pequeño giro con la cuchara.
Perfecto, como solía hacérselo Laura.
Mario era un viejo cliente, cada noche terminaba la jornada en su bar, y siempre en el rincón que había junto a la registradora. Pasaba diez horas al volante de su peculiar ambulancia, llevando, normalmente, ancianos de sus casas a rehabilitación. Solía amenizarles el viaje con toda clase de música y variados entretenimientos. Era un loco adorable que siempre le hacía sonreír.
La pareja hablaba entre susurros y arrumacos, la tenue luz del local invitaba a perderse en confidencias de enamorados, de vez en cuando se decían cosas al oído. Laura tenía la sensación de que era de ella de quien hablaban.
--Bobadas… –pensó mientras se acercaba a la registradora.
Eran cerca de las doce, los jóvenes se levantaron de la mesa, sus manos entrelazadas y una mirada fundida en sus ojos.
Mientras él abonaba las consumiciones, ella, recostada, soplaba un cálido suspiro en los pequeños rizos que salían de la nuca del muchacho.
--Buenas noches chicos –la camarera se despidió con un tono más amable--, que terminéis bien la noche.
--Qué pena –musitó la muchacha a su acompañante, antes de dirigirse hacia la puerta—, con lo bonito que es este lugar.
Laura los miró mientras salía de la barra, a recoger la mesa. Se paró frente a ellos, justo delante de la barra.
--Si, creo que fue en la mesa del ventanal donde la agredieron –indicó el chico con la mirada--, justo cuando la recogía, y allí la encontraron muerta –se volvió hacia la barra--. Buenas noches –terminó por decir.
La camarera los vio marchar desde detrás de la barra.
Salieron.
Laura pestañeó. Un segundo.
La camarera salió a recoger la mesa que había junto al ventanal.

Octubre 2008

LAS SEÑALES

La sala estaba a oscuras, solo el resplandor del televisor iluminaba la carita de expectación de la niña, la película se mezclaba con la realidad que le rodeaba, y los seres que salían de aquellas naves parecían entrar directamente en el salón.
--¡Biiiiiiiiiiip! ¡Biiiiiip! –Kaisa, acurrucada en el enorme sofá, dejó de mirar el aparato y se volvió hacia la ventana mientras se llevaba la mano hacia el oído.
--¡Biiiiiiiiiiiiiiiip!!
Se levantó y se acercó a la ventana. La noche era oscura, aunque miles de brillantes estrellas titilaban haciendo más infinito el firmamento.
--Ahí están, seguro –pensó pegando la nariz en el cristal--, e intentan ponerse en contacto conmigo.

No recordaba con exactitud cuándo lo supo, ni siquiera en qué momento comenzaron las señales, pero ese ruido, el sonido que escuchaba cada vez con más frecuencia en su oído, debían de ser, definitivamente, los intentos fallidos de sus congéneres de ponerse en contacto con ella. Estaba segura de que si le hiciesen un chequeo concienzudo encontrarían el chip, probablemente averiado desde que se quedó atrapada en este planeta.
Creía que, posiblemente, sus verdaderos padres fuesen exploradores del universo, o tal vez científicos de una avanzadísima civilización, ella debía de acompañarles en sus viajes por la galaxia. Seguro que, con la curiosidad inconsciente de la niñez, durante alguna inspección de rutina en uno de esos planetas, se había alejado de la nave sin ser vista. Después, todos marcharon. Solo a millones de kilómetros de la tierra detectarían su ausencia, sin saber exactamente en qué lugar se habría perdido la pequeña de la nave.
Ahora la buscaban, hacían rastreos por diferentes frecuencias. Kaisa intentaba estar muy atenta, captar el mensaje que parecía querían hacerle llegar, y siempre mirando al cielo desde la ventana, si recordase su idioma… ¡claro, por eso le costaba tanto aprender en el colegio!
--¡Beatriz, venga a la cama! –la voz de su madre le sobresaltó desde el otro lado de la casa--, ¡que no lo tenga que repetir! –terminó en tono amenazante.
La niña, enfurruñada, apagó el televisor y arrastrando las zapatillas de peluche se dirigió a su habitación. Ya dentro de la cama, tapada hasta la nariz, miraba la tenue luz que entraba por una de las rendijas de la persiana, y que dibujaba una elipse contra el papel pintado de la pared.
Cuando su madre entró, la miró con cara cansada, le arregló bien la ropa de la cama y apagó la luz de la mesilla.
--Buenas noches, Beatriz –sin besarla, salió de la habitación.
--¡Biiiiiiiiiip!, ¡Biiiiiiiiiiiiiiiiip!
La niña volvió a llevarse la mano al oído.
--Kaisa, me llamo Kaisa… --musitó para sí misma mientras sus ojitos se cerraban sin remedio.

Beatriz llegó a la consulta del otorrino diez minutos antes de la cita, se había cogido toda la tarde libre, así que se acomodó en el sillón a la espera de ser llamada.
Hacía dos o tres semanas que tenía unas molestias en el lateral derecho de la cabeza, más concretamente en el oído; aquel zumbido era cada vez más intenso, le pasaba desde muy pequeña.
Estaba nerviosa, no por nada en concreto, o quizás por todo, de cualquier forma se sentía algo inquieta, se levantó y fue hasta la ventana. Comenzaba a oscurecer y miró hacia el cielo.
El médico la reconoció exhaustivamente, incluso efectuó una serie de pruebas que corroboraron su diagnóstico.
--Ansiedad –el médico fue tajante--. El estrés al que estás sometida en tu trabajo lo agrava y lo hace más frecuente.
--¿Y el sonido, ese pitido intermitente?
--Tu forma de somatizarlo –él le entregó los resultados en un sobre--. Estos procesos cada uno los desarrolla y vive de manera diferente. Son tan particulares como la persona y sus circunstancias.
Ella sintió un alivio, era preferible eso a cualquier otro resultado, aunque no pudo, en su fuero interno, sentir algo de tristeza por lo que no era.
Cuando salió de la consulta, ya de noche, miró las estrellas que acababan de salir.
--…o quizás si… --se dijo sonriendo.




Enero 2009

LO QUE VEO AL MIRARTE


Todas las mañanas paseaba al perro, le gustaba hacerlo temprano, por la playa; así disfrutaba del amanecer casi en soledad y tenía tiempo de pensar en sus cosas y planificar el día. Hoy se encontraba especialmente turbado, sabía que tendría que tomar una decisión, antes de que acabase la jornada debería aclarar finalmente la situación. Sentado en una tumbona olvidada, acariciando el suave pelaje del animal, perdió la vista en el mar; aquella playa malagueña era su mejor refugio.

No era habitual que ella madrugase tanto. Hoy debía hacer varios recados y necesitaba toda la mañana para ello, así que se levantó temprano. Recogió su rubia melena en una coleta alta, se puso un traje pantalón marengo con una blusa de Chantilly y unas cómodas sandalias de medio tacón. Buscó sobre la cómoda, a tientas, su agenda, la metió en su bolso preferido, y sin hacer ruido, salió a oscuras del dormitorio. En una de las camas dormía profundamente su compañera de habitación.

Davit abría todas las mañanas la cafetería, solo libraba los domingos, eso le gustaba a Laura, pues era el día en que ella no iba a desayunar allí, y es que ella era de costumbres fijas y le molestaban los cambios en su rutina diaria.
Cuando entró tan apenas había dos o tres clientes, las primeras horas de la mañana solían ser un ir y venir de los habituales, gente que compartía unos momentos anónimos en compañía del resto.
--¡Buenos días Laura! ¿Manchado con bollete? –Davit apoyó las dos manos en la barra mientras le preguntaba sonriente.
--Cómo negarme ante una sonrisa como la tuya… --Laura le devolvió la sonrisa mientras se sentaba en el final de la barra, al lado del teléfono de monedas que había pegado a la pared--. Un día me tienes que decir qué haces para estar tan alegre ya de mañana –le preguntó frunciendo divertida el ceño a la vez que sacaba de la bandolera su inseparable libreta de tapas duras y un curioso bolígrafo rojo, con un Winnie the Pooh entre plumitas, que le había regalado un profesor suyo tiempo atrás y que utilizaba como talismán.
--¡Ja, ja! ¡Soñar contigo guapa!
Laura lo miró mientras iba hacia la cafetera. Se fijó en sus pantalones, hoy no llevaba los negros del uniforme; eran unos chinos color chocolate con unas pequeñas pinzas planchadas, además llevaba unos mocasines, también marrones, que parecían nuevos. Davit no era un chico excesivamente atractivo, pero sí muy agradable. Su trato era excelente, recordaba los gustos de cada cliente, incluso de los que venían de forma esporádica, se notaba que era un profesional de la hostelería, por eso le extraño ese cambio en la indumentaria, no iba con su tarea.

Silvana, antes de entrar en la cafetería, acaricio al cocker negro que había atado en la entrada, tenía el pelaje brillante y suave, y las patas llenas de arena. Echado sobre la acera olisqueaba a todo aquel que se le acercaba, esperando tranquilo a que su dueño saliese.
Se puso en la barra, junto a la cristalera, le agradaba ese sitio por la luz que entraba, le gustaba mucho por las mañanas; su luminosidad, la vida que transcurría. Por norma no podía disfrutar de esos placeres tan mundanos.
Sacó la agenda y el móvil justo cuando Davit le trajo el zumo de naranja.
--¡Gracias cielo! –le dio un sorbo antes de continuar--, ¿me preparas una tostada? ¡Hoy estoy hambrienta!
--¡Menudo exceso! –comentó en tono de broma, y se volvió hacia Pepe que se encontraba sentado dos taburetes más a la derecha de ella.
--Allí tienes el periódico –le dijo a media voz indicándole, con la mirada, una mesa del fondo--, acaban de dejarlo libre.
--Gracias Davit –se levantó y fue a buscarlo.
Davit vio que había terminado el café.
--Pepe, ¿te pongo otro? –preguntó con la taza vacía en la mano sin esperar respuesta alguna.
Desde el otro lado de la barra, Laura, miraba la escena.
Llevaba casi dos meses viendo todas las mañanas a Pepe, sabía que se llamaba así porque Davit se dirigía a él por su nombre, como si compartiesen algo más de intimidad. Tomaba tres cafés, solo eso.
Era un hombre jovial, de unos cuarenta y pocos, ropa sport, pero con un toque de dandi del sur, siempre llevaba las camisas planchadas de forma impecable e inexcusablemente de lino, además, sorprendía la estupenda complexión física que tenía. Otro detalle que a Laura le parecía curioso era que, ya tan temprano, llevaba el pelo bien engominado, como si siempre estuviese recién salido de la ducha. No le cabía la menor duda de que gestionaba alguno de los macro-gimnasios que había por la zona. Seguro que antes de ir al trabajo hacía footing con su perro, siempre lo traía feliz y lleno de arena.
Laura estaba escribiendo algo en su cuaderno cuando Davit se acercó, le retiró la vajilla usada y le puso otro machado, éste con la leche fría.
--Tienes una memoria prodigiosa –comentó ella mientras mordía la punta del bolígrafo--, supongo que en este trabajo es algo necesario, ¿no?
--La verdad es que no viene mal –se quedó pensando unos segundos, como si quisiera hacerle una confesión--, en fin, lo cierto es que me ha ayudado bastante.
El chico se dio media vuelta y siguió atendiendo la barra. Sin duda, pensó Laura, Davit era un buen profesional, parecía “criado” detrás de la barra, lo más probable fuera que este fuese el negocio familiar.
Laura levantó la mirada hacia la cristalera. Silvana, la chica que había entrado hacia un rato hablaba por el móvil. Solía venir cada dos semanas, la última vez utilizó el teléfono del bar porque el suyo se había quedado sin batería, fue una conversación corta, casi como un mensaje; “Sí, soy Silvana, haré la transferencia a mitad de mañana.”
Era una chica preciosa, de largo pelo rubio, natural, parecía extranjera, quizás del norte de Europa, su voz sonaba dulce y melodiosa; era educada, o más bien, correcta. Siempre vestía con traje de chaqueta; hoy llevaba una delicada blusa de Chantilly de color crudo que realzaba más su sonrosada piel.
Pasaba unos quince o veinte minutos haciendo llamadas, miraba las hojas de su agenda metódicamente, y repasaba una y otra vez el planning de su calendario. Varias empresas estaban en expansión por la zona, si era comercial de alguna de ellas era lógica esa rutina quincenal.
Laura recogió sus cosas en la bandolera, sacó su monedero; una bolsita de cuero con flecos, la gran mayoría parecían raídos, pero era una de esas cosas de las que no te puedes desprenderse porque forman parte de tu vida.
--¡Cóbrame quillo! –gritó en broma blandiendo un billete a modo de pañuelo.
Davit se acercó secándose las manos en el mandil que llevaba puesto. Ahora el bar estaba casi lleno, era el momento en que confluían los que marchaban al trabajo, las mamis sin niños y los funcionarios con su primer desayuno. Había pocas caras nuevas, casi todo era rutina y sucesos previsibles. Todo tan conocido como incógnito.
--¿A trabajar? –inquirió a Laura mientras ésta se cruzaba la bandolera sobre la camiseta que llevaba, y que hacía que su pecho pareciese más voluminoso de lo que ya era.
--Sí, hoy me espera un día completito –la voz de ella sonaba cantarina--. Bueno, me voy del tirón al super –le lanzó un beso con la mano y salió a paso ligero del local.
Davit se acercó a Pepe que aún seguía sentado en la barra leyendo el periódico.
--Esta niña debe llegar siempre tarde –comentó mientras miraba la hora--, son más de las nueve y media y ahora marcha para el supermercado, como sea la cajera, el encargado debe estar contento con ella…
Se miraron con cómica complicidad.
--¿Y tú, encuentras algo en las ofertas de empleo? –preguntó a Pepe que lo miraba ensimismado.
--La verdad es que no sé lo que busco –cerró el periódico y cogió aire--. Además esta semana me han embargado todos los coches, no puedo ni entregar los que vendí hace dos días –su voz se ahogó en un silencio, tragó saliva y prosiguió--, lo peor es que ya me gasté las señales que me dieron.
Davit no sabía qué decirle, lo conocía desde algo más de tres años, siempre estaba liado con negocios “chollos” de dudosa rentabilidad, pero quizás esta era la ocasión que más apurado le había visto, incluso diría que desbordado por ella.
--¿Todavía no saben nada en casa? –preguntó sin mucho énfasis.
--No, y no sé como soltarlo –Pepe quiso cambiar el rumbo de la conversación--. ¿Hoy tienes la entrevista, verdad?
El chico se dio cuenta de que no quería seguir hablando de su situación, así que le contó los planes que tenía ese día.
--Saldré un par de horas antes –hablaba sonriendo, feliz de poder dar una buena noticia--, vine preparado para ir directamente a la reunión –Davit dio un paso atrás y alzó las manos para mostrándole su atuendo--, esta es la última entrevista, y si todo va bien, en unas semanas me incorporaré a las oficinas de Oslo.
--¡Chico, dudo que encuentren un ingeniero de prospecciones mejor que tú! –las palabras de Pepe eran sinceras, tenía un gran cariño a Davit, casi como un hijo, tal vez porque él solo tenía hijas, ¡y cuatro, nada menos!
--En fin, ya te contaré –lo miró a los ojos y continuó--, y tú no dejes más este asunto, háblalo con tu mujer, será lo mejor.
Pepe asintió, mudo, con la cabeza, sacó unas monedas del bolsillo trasero de su pantalón, y dejándolas en la barra se fue sin decir nada. Ya fuera se detuvo un instante a acariciar al perro, éste le saludó, feliz, lamiéndole la cara y moviendo frenéticamente el rabo, lo desató y caminaron pausadamente hacia el Jeep.

Davit siguió la faena, en el rincón que Silvana había ocupado se encontraba ahora un cliente esperando. Mientras le preguntaba lo que quería recogió la vajilla; bien ordenada y con la propina debajo de la taza, como siempre le dejaba la chica.

Estaba delante de la puerta, no acertaba a encontrar las llaves, Laura tuvo que dejar las bolsas en el suelo y rebuscar en su bandolera; las tenía dentro del monedero y éste se resistía a ser hallado. Cuando logró abrir, su gato salió disparado al rellano.
--¡A ver Bolita, vuelva usted pa’dentro! --le dijo cariñosa al enorme gato negro que afilaba las uñas en la alfombrilla de su vecino--, un día de estos Manuel te va hacer morcillas –le susurró al minino mientras lo cogía y miraba la puerta de su vecino.
Cuando logró meter bolsas y gato, cerró la puerta, dejó sobre la mesita de la entrada las llaves y el monedero y llevó todo lo demás al salón. Bolita aprovechó la ocasión para, de un salto, subirse en la mesita y mordisquear los flecos del monedero.
Laura vivía en un estudio, la sala era un comedor con una pequeña cocina americana, estaba separada de la entrada por un biombo de tres piezas, y un solo dormitorio con una gran terraza que llegaba hasta la sala.
Una vez allí encendió el ordenador que tenía sobre la mesa, sacó la libreta de tapas duras y la abrió por la página donde hoy había recogido tantas anotaciones, como le había dicho a Davit, hoy tenía un día completito; tenía muchos datos y quería darles forma para poder integrarlos adecuadamente al relato que estaba escribiendo. Por ese motivo hizo la compra antes de volver a casa, después de desayunar en la misma cafetería de cada mañana, no quería tener que salir en todo el día y así poder darle un buen tirón a la novela.

Eran cerca de las cinco de la tarde, el cielo comenzaba a tomar colores tornasolados que se mezclaban con el verde azulado del mar. Silvana daba los últimos retoques a su maquillaje, hacía un momento se había vestido y solo un suave gloos puso fin a su embellecimiento.
Se encontraba sola en la habitación, así que cuando se dio el visto bueno repasó todo con la mirada, segura de que el cuarto estaba en orden miró una vez más por la ventana, la luz le dio el último impulso para afrontar la jornada. Cuando abriese de nuevo esa ventana la oscuridad reinaría por completo, sin pensarlo más la cerró y corrió las tupidas cortinas.
Cuando Silvana bajó a la sala del local, el letrero luminoso de la entrada se encendió, varias chicas tomaban posiciones en la barra, los camareros terminaban de colocar algunas botellas y el encargado del club supervisaba los últimos detalles del nuevo sistema de vigilancia.
La puerta se abrió, débilmente entró un rayo de luz que acompañó al hombre que le precedía, decidido cruzó la sala y se parapetó en un rincón de la barra. Llamaba la atención con aquella camisa de lino tan impecable, y sobre todo por su pelo engominado. Durante unos minutos miró de reojo a las chicas, después flirteo abiertamente con una para al final invitarla a una copa.
Hablaron a media voz riendo casi en cada frase, la sala ya estaba concurrida cuando desaparecieron camino de la habitación de ella.
--Tienes que tratarme bien guapa –la voz de él sonaba melosa--, acaban de echarme de casa mi mujer y mis hijas –ahora su voz intentaba aparentar indiferencia-- ¡hasta el perro se han quedado!
Llegaron a la habitación, la chica encendió una tenue luz y una suave música que provocaba a la relajación.
--Silvana, ¿Es Silvana, verdad? –él se acerco como un niño--, esto es la primera vez que lo hago…
--Claro cielo, claro –la joven le rodeó el cuello con sus brazos--, lo entiendo, todo irá bien.



Enero 2009